Muhammad II, La rebelión y el principio del fin
Tras la decisión de Hisham II de nombrar heredero a Sanchuelo, todos los Omeyas se habían visto relegados del trono. Pronto encontraron un aliado singular. La madre de al-Malik (primer hijo sucesor de Almanzor), se llamaba al-Dhalfa. Ella siempre había sospechado de la muerte de su hijo y la mano oculta de su medio hermano, Sanchuelo. Quería vengar la muerte de su hijo, y tenía medios económicos para ello.
Así, para organizar el golpe de Estado, se eligió, obviamente, a un descendiente Omeya. Uno de los innumerables bisnietos de Abd Al-Rahman III. Se llamaba Muhammad II, y a pesar de su nobleza, tenía estrecha relación con el mundo plebeyo, pues se desenvolvía con soltura entre los barrios y ambientes más bajos de la ciudad. Para el golpe de estado, los conspiradores esperaron que Sanchuelo se encontrara lejos, en esa loca y temeraria campaña contra los cristianos.
El dinero de al-Dhalfa, sirvió para comprar voluntades. El Alcázar, había quedado, custodiado por los hombres de máxima confianza del regente. El quince de febrero de 1009, rodearon el edificio, las cárceles fueron abiertas, y los condenados se unieron a la revuelta. El califa Hisham II comprendió que estaba en peligro. Decidió exhibirse en el balcón cubierto de ejemplares del Corán, pretendiendo imponer respeto y piedad, pero sólo obtuvo burlas.
Refugiado en su oratorio privado, dio órdenes de no disparar contra los amotinados. Rápido le hizo llegar una propuesta a Muhammad II, donde se comprometía a retirar los cargos y poder a los amiríes, devolvérselo a los omeyas y nombrarle heredero. La situación estaba controlada por Muhammad II, quién contestó que él le daría las condiciones. Simbólicamente, que pasara esa noche en el salón del trono, hacía pensar que el poder quedaba recuperado por su linaje.
Las noticias llegaron hasta los amiríes, que pronto decidieron defender la residencia donde vivían. Los altos dignatarios y alfaquíes fueron convocados para reconocer al nuevo soberano. Miles de hombres y mujeres vinieron de todos los arrabales, eufóricos. El rumor en las calles de Córdoba crecía hasta convertirse en ensordecedor.
De este modo Muhammad II, convertido en príncipe de los creyentes, ordenó el asalto de Madinat al-Zahira. Ninguno de los dignatarios que habían quedado allí para salvaguardarla, ninguno de los que le debían su fortuna a los amiríes, ninguno hizo nada para defender la ciudad palacio. El saqueo duró cuatro días. Un incendio que duró toda una noche, la borró hasta las ruinas.
Sanchuelo escuchó la noticia, comprendió que lo había perdido todo. A medida que cabalgaba hacía Córdoba, le iban abandonado todos los que días antes, le juraban fidelidad, tras desgracias y desdichas y locuras estoicas. Moría, intentó quitarse la vida sin conseguirlo.
Finalmente su cuerpo fue expuesto en Córdoba donde el populacho se cebó con él. Tras esta regencia del tercer amirí, se produciría la caída definitiva del califato omeya en Occidente. Estalló la guerra civil, la Fitna, como se designa en árabe. Así el caos, la anarquía, destrozaría el país. A inicios del siglo XI, el principio del fin se acercaba y nunca más volvería el esplendor de tiempos pasados.
Muhammad II. Codicia de Califas, furia de Bereberes
La subida al trono por parte de Muhammad al-Madhí (Muhammad II), aportó una felicidad que no duraría mucho tiempo. Sus filas fueron ampliadas por gentes de la plebe, indeseables e incapaces que ocasionaban altercados por su comportamiento duro y abusivo. El nuevo califa no cuidaba las relaciones con los soldados bereberes y con los eslavos amiríes, que se habían posicionado de su parte. Tampoco se daba cuenta que sin su apoyo, su trono se hundiría.
Estos desfavorecidos fueron humillados, sufriendo un destierro hacia tierras más al este. Y allí empezaron a conspirar. Enajenado por la soberbia del poder, organizaba fiestas aún más faustuosas que aquellas de los tiempos de más esplendor.
Al mismo tiempo el pobre Hisham II, era un cautivo incómodo. Aunque sólo podía desplazarse por sus aposentos privados, su mera presencia le parecía peligrosa. Tampoco se atrevía a matarlo, y fue llevado a una casa en un arrabal, acompañado de una sola sirvienta, bajo una estrecha vigilancia. Se trata de un muerto en vida.
Es en este momento que ese concepto se materializa. Estar muerto y vivo a la misma vez. Muhammad, es capaz de llevar a cabo uno de los planes más macabros de la historia de Al-Ándalus. Existía un cadáver de un pobre cristiano, poco conocido, sin parientes, ni amigos. Su parecido con el desdichado califa, era asombroso. El califa Muhammad II lo hizo amortajar con vestiduras reales, y lo enterró en el panteón real del alcázar. Se guardó luto por él, se le lloró y se le rezó en la Mezquita mayor de Córdoba. Mientras, el verdadero Hisham II quizá sintió alivio por su supuesta muerte. Siempre inmóvil, en la sombra, manejado por unos y por otros, nunca que se sepa tomó una decisión en toda su vida, y contaba ya con casi cuarenta años. Su falsa muerte duraría sólo unos meses.
Los bereberes decidieron vengarse de todo y de nada, conquistando Córdoba con la ayuda del Conde de Castilla. La ambición unifica rápidamente los credos. Su intención era colocar en el trono a otro Omeya que les fuera totalmente adicto. Sulayman, bisnieto de Abd al-Rahman III. En un último intento Muhammad II le pidió un perdón que ellos denegaron con desprecio. Ante la desesperación se suele actuar con locura y tomar decisiones absurdas. Fue así como Muhammad II decide resucitar a Hisham II y exponerlo en el balcón de palacio. Cuando los bereberes y sus aliados se acercaron a Córdoba, les hicieron frente una muchedumbre caótica y mal armada. Formaban sus filas: artesanos, comerciantes, teólogos, campesinos, gentes sin disciplina militar. Cuentan las crónicas que diez mil hombres murieron.
Los historiadores acusan a Muhammad al-Mahdi, de ser el responsable de provocar la ruina de Al-Ándalus, de romper la unidad y de originar la devastadora guerra civil. Quizá para la historia quede ese nombre, pero podía haber sido cualquier otro que representara el rostro de la codicia.
Continua con… Abolición y fin del califato.
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Texto Mar Carmona. Amedina Córdoba