CABALLERIZAS REALES DE CÓRDOBA
Una de las construcciones más emblemáticas e históricas de la ciudad de Córdoba, son sus Caballerizas Reales.
Ubicadas en un antiguo solar propiedad del Santo Tribunal de la Inquisición, en un espacio abierto entre el muro occidental del Alcázar, resto de la antigua muralla de la ciudad y la muralla que rodeaba el antiguo barrio de San Basilio, donde en época califal estuvieron las caballerizas de Alhakem II.
La figura del caballo fue muy importante desde la antigüedad y un elemento fundamental de nuestra cultura. Afamados fueron los caballos de la Corduba, capital de la Bética, en la Hispania romana, que triunfaban en el mismo coliseo de Roma.
El más famoso de estos caballos de carreras de la Hispania romana fue Regnator (el Rey, el Soberano). Descendiente directo de aquellos caballos númidas traídos por el cartaginés Asdrúbal en el esplendor de Cartago. Regnator nació y se crío en una yeguada de la campiña cordobesa llamada Alcaide. Fue un animal hermoso, alazán tostado, un color marrón oscuro con reflejos rojizos, con crines y colas doradas y una altura en la cruz de 1,60 metros y no corría, si no que volaba.
Participó en más de mil carreras, de las que salió invicto. Torpe en sus salidas, siempre arrancaba el último y cuando empezaba a adelantar a sus rivales, ponía en pie a la grada, que animaban con júbilo. En una ocasión, cuenta la leyenda, ganó dos carreras el mismo día: Una por la mañana en Córdoba y otra por la tarde en Mérida.
Cada año Hispania exportaba alrededor de mil caballos a Roma, por su gran alzada, buenas proporciones, posición erguida, cabeza hermosa, valientes y veloces.
En la Córdoba califal, el caballo era pieza insustituible para el funcionamiento del Estado y para el desenvolvimiento de los cordobeses. El historiador cordobés Ibn Hayyan nos relata como se formó la llamada raza hispanoárabe, al mezclarse los famosos caballos hispanos, durante el califato de Abderramán III, con los corceles traídos por los bereberes del Norte de África, llamados “Idwi” (de la otra orilla).
En al-Ándalus fueron famosas las caballerizas de Alhakem II, dos edificios colindantes a su Alcázar Omeya en la ribera del río Guadalquivir, donde pastaban unos 2000 caballos, entre yeguas, potros y sementales.
El caballo durante el medievo, estuvo asociado a una clase social alta, elitista, aristocrática, era lo que diferenciaba al noble del pueblo llano. Poseer un caballo y montar a la jineta, una forma más sofisticada y refinada, era símbolo de distinción social, de poder, riqueza y glamour.
Este recorrido histórico pone de manifiesto como el caballo ha sido muy apreciado a lo largo de la historia, por su prestigio y riqueza, por su valor religioso, por su importancia militar con la aparición de la caballería, por su fuerza de tracción para labores agrícolas y el transporte.
Muestras evidentes de la importancia de este hermoso animal podemos ver reflejadas en las representaciones plásticas de équidos, como el exvoto équido del santuario de Torreparedones, cerca de Baena o las monedas de la ceca del municipio romano de Sacili Martialium, cerca de Pedro Abad.
Por otro lado, personajes ilustres como Gonzalo de Córdoba, “El Gran Capitán”, montaban estos bellos animales cuando dirigía sus tropas a la conquista del reino Nazarí de Granada.
El culmen del caballo en Córdoba, llega con la construcción en el año 1572 de las Caballerizas Reales. Nos encontramos una ciudad del siglo XVI en la cresta del dinamismo económico, con más de cuarenta mil habitantes y con una actividad manufactura y mercantil en auge.
El promotor de esta sublime construcción, fue el monarca Felipe II, en cuyo imperio nunca se ponía el sol. Amante de los caballos, su objetivo fue el de criar los PRE, caballos Pura Raza Española, origen del caballo andaluz.
Felipe II era un rey bastante sedentario, apenas salía de Madrid, donde estableció la capitalidad de sus reinos. Circunstancias excepcionales hicieron que el monarca visitara Córdoba para una sesión de Cortés de Castilla y a dar las disposiciones contra la rebelión de los moriscos de la Alpujarra. Dos meses permaneció Felipe II en Córdoba mientras se celebraban las Cortes, que se reunieron en la Sala Capitular del Cabildo Eclesiástico.
Un proyecto de Estado para el cual contó con el noble cordobés, Don Diego López de Haro, descendiente de Doña Beatriz de Sotomayor, Marquesa del Carpio. Don Diego, caballero veinticuatro, miembro de quiénes dirigían las políticas de la ciudad, es decir, un cargo municipal equivalente a concejal y asociado a la nobleza. El monarca lo eligió por su estatus social y ser un destacado ganadero. Mediante Célula Real, es nombrado como Primer Caballerizo Real.
Una pieza clave para empezar el proyecto de las Caballerizas Reales en Córdoba, fue la elección de unas Dehesas Reales, espacios agrarios que servían de pasto al ganado. Dos fueron muy importantes por la calidad de sus pastos:
La dehesa de la Alameda, también conocida como Alameda del Obispo, en consideración a su propiedad, que recaía en la Mesa Arzobispal del Cabildo Catedralicio. Se localiza junto a la ciudad, a la vera del río Guadalquivir y cuenta con dos caballerizas, una para cien caballos y otra para cien yeguas, con corral y casa del yegüero.
La dehesa de Córdoba la Vieja, junto a las antiguas ruinas de la ciudad Califal de Medina Azahara, terrenos propiedad del Monasterio de San Jerónimo de Valparaíso.
Mientras se construía Las Caballerizas Reales de Córdoba, los caballos, yeguas y potros, además de tener lugares de pasto, tenía que tener cuadra para resguardarse, de ahí la importancia de una Dehesa Real.
La selección de majestuosas yeguas para la Dehesa Real era una tarea ardua. La yegua que se escoja debe de seguir unas directrices: Ha de ser grande de cuerpo y larga de vientre, buena hechura de pies y manos, buen color y abundosa de leche.
El proyecto de las Caballerizas Reales contempla la construcción de tres grandes naves o pabellones longitudinales, en torno a un gran patio de planta rectangular, que servía como picadero. Durante los trabajos cuando se estaba excavando la tierra para fijar la cimentación aparecieron restos arqueológicos como sillares y fustes de columnas. Los inquisidores no pusieron objeción para que se pudieran reutilizar esos materiales en la construcción del edificio, pero las reclaman si van a salir a la venta.
Entre otros materiales que sirvieron para la construcción de Las Caballerizas Reales, destaca la madera de pino de la serranía de Cazorla, la cual era transportada navegándose por el río Guadalquivir.
En este magno edificio destaca la casa principal, denominada la Fábrica, y la cuadra donde se encontraban los sementales y potros mayores. Organizada en tres naves, de suelo denominado enchinado cordobés, pequeños cantos rodados blancos y negros, traídos del Guadalquivir y colocados formando figuras geométricas, como mosaicos romanos. Este tipo de pavimentación es más limpio e higiénico, ya que al regar el suelo las aguas escurren fácilmente, sin formar charcos, permitiendo refrescar en ocasiones el caluroso ambiente. Bóvedas de aristas soportadas por arcos de ladrillo y recias columnas de piedra conformaban la Fábrica. El coste de este excelso edificio fue de ocho mil ducados.
En las Caballerizas Reales trabajaron numerosos funcionarios. Había dos excelentes domadores, numerosos mozos de cuadra (un mozo para tres caballos), cuatro guardas que controlaban las dehesas, un portero que controlaba la entrada y salida al edificio, era el único funcionario que poseía las llaves de las caballerizas, un herrero que trabajaba en su fragua y el excelente y reputado yegüero Don Pedro Hernández, traído de las Caballerizas Reales de Aranjuez.
Desgraciadamente hubo un episodio desolador en el año 1734. Un incendio arrasó el edificio, del que solo quedaron en pie los cerramientos exteriores. Afortunadamente se reconstruyó en menos de veinte años, con bastante fidelidad al conjunto anterior.
En el año 1809 el edificio pasa a depender del Ministerio de la Guerra, lo que más tarde fue el Ministerio del Ejército. Desde 1842 hasta 1995 fue cuartel de caballería, destinado a la reproducción equina, instalándose allí el importante séptimo depósito de sementales del ejército.
Como curiosidad, mencionar que uno de los personajes ilustres de la ciudad de Córdoba, el académico y pintor Antonio Ojeda Carmona, que formó parte de la generación que estuvo a caballo entre los dos conflictos bélicos de gran importancia (Guerra Civil Española y II Guerra Mundial) circunstancia por la que estuvo, muy a su pesar, cumpliendo el servicio militar obligatorio, durante cuatro años (y no dos como se acostumbraba), entre 1941 y 1945, haciendo el servicio militar en Las Caballerizas Reales. Durante su estancia le adjudicaron una serie de caballos a los cuales tenia que dar picadero, montar, cepillar y cuidar. De su estrecha unión con este bello animal, aparece en sus numerosas obras este hermoso y armónico ser.
Dos excepcionales fechas para el edificio fueron: 1929, en que fue declarado Monumento Histórico Nacional, y 1994, en el que entró a formar parte de la declaración del casco histórico de Córdoba como Patrimonio Mundial por la UNESCO.
Halagos a las caballerizas de virtuosos como Miguel de Cervantes, que en su libro “El Quijote”, dice lo siguiente: “Córdoba, ciudad madre de los mejores caballos”, y García Lorca, el cual llegaría a denominar las Caballerizas Reales como “Catedral de los caballos”, hacen que esta construcción sea fascinante.
Las caballerizas llegaron a ser tan especiales que hasta el Monarca francés Luís XIV, el Rey Sol, se inspiró en ellas para la construcción de las cuadras del Palacio de Versalles.
La fundación de las Caballerizas Reales se configura como un punto de inflexión en la evolución del caballo en la Península Ibérica y constituye una pieza fundamental en el Patrimonio de Córdoba.
Actualmente, acogen y son escenario del espectáculo ecuestre “Pasión y Duende del Caballo Andaluz.
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Texto. Antonio Ojeda Gallardo. Amedina Córdoba