Almanzor. El mozárabe
Muhammad ibn Abi Amir, llegó a Córdoba, desde Algeciras. Su padre había sido un teólogo célebre. Su familia, los amiríes, eran nobles y poseían tierras. Sus antepasados llegaron a la Península con las primeras tropas de Tariq. Se enorgullecía de poder remontar la pureza de su linaje árabe, hasta aquellas tribus nómadas que participaron en la fundación del Islam.
Su historia es la historia de una ambición. Pero también es la historia de un hombre dotado de una gran astucia y habilidad política, así como una voluntad firme. Finalmente, los acontecimientos y sus dotes, le llevarían a alcanzar los puestos más altos y llevarse todos los honores. Al-Mansur “el victorioso de Alá” o Almanzor, salió muy joven desde su casa para ir a estudiar a Córdoba.
Primero se formó en jurisprudencia y literatura. De este modo, por su talento, pronto destacaría, convirtiéndose en candidato para formar parte en el mundo de los alfaquíes. A su llegada a Córdoba se instaló en la medina, muy cerca del alcázar. Su extraordinaria caligrafía y su prosa jurídica, le valieron para formar parte del aparato administrativo. Las puertas del poder se le abrían.
Subh, concubina y favorita de Al-Hakam II, era rubia de ojos azules, y madre del pequeño Hisham II. Tanto el califa como ella, necesitaban un funcionario capacitado y leal. Entre los candidatos, estaba este joven brillante, desconocido, extremadamente guapo, que hipnotizaba y desconcertaba en la misma medida. Así a sus veintiséis años se convirtió en intendente del heredero al trono. Ese cargo le llevó a otro mucho más importante, director de la Ceca o Casa de la Moneda. Luego Cadí de Sevilla, y jefe del cuerpo de la guardia mercenaria.
Siempre existieron rumores, sobre su posible romance con la concubina Subh. Se le atribuía temeridad, al arriesgarse a provocar la ira del califa, que más bien se encontraba en Madinat al-Zahra, entregado a sus pasiones y a sus libros.
A la muerte de Al-Hakam II, se proclamaba en la Mezquita mayor de Córdoba, el nombre de Hisham II. Junto al niño califa, ocuparon lugares de privilegio Almanzor y al-Mushafi. Este último fue primer ministro, y con él tenía que compartir poder, por ahora. Finalmente, para deshacerse de él, organizó un minucioso plan. Le acusó de robo al tesoro público, de abuso de poder, de lujuria e impiedad. Así consiguió, sin más remedio, que el pequeño califa, firmara un decreto por el cual, despojaba al primer ministro de su cargo. También quedaba expropiado de todos sus bienes, y fue llevado a prisión, junto con sus hijos y parientes que presentaran algún tipo de sospecha en la ambición de sustituirlo.
Almanzor no perdonaba, ni descansaba nunca en su afán de poder. Tras esa astucia política, en Al-Andalus, ya sólo quedaba una persona que tuviera más poder que él, el propio califa, Hisham II. Este niño fue arrastrado a una temprana y abrumadora vida de lujuria y alcohol. No era prudente matarlo. Almanzor decidió vigilarlo de día y de noche, sin dejarlo salir, pues su seguridad era demasiado valiosa para exponerlo a algún peligro. El califa utilizaba el sabat, pasadizo que cruzaba la calle y terminaba en la maqsura, en las dos únicas veces que podía acudir a la Mezquita para sus fiestas mayores. Anulado en todo lo referente a la gestión del Estado, seria ahora el momento, para Almanzor, de presentarse como el ambicioso caudillo de grandes éxitos militares.
ALMANZOR, EL VICTORIOSO
EL LIDERAZGO DE ALMANZOR
Para usurpar un trono hay que tener una justificación. Si quería ser el dueño absoluto de Al-Ándalus tenía que convertirse en el señor de la guerra. La yihad o guerra santa, fue la excusa perfecta para justificar su fama.
Uno de los mandamientos del Islam es combatir al infiel. Con el “califa sabio”, Al-hakam II, los conflictos se arreglaban por la vía de la diplomacia. En cambio, si alguien quiere defender la posesión de algo que no le pertenece, las victorias en las batallas, puede ser un buen argumento. El mundo de la guerra ocupó un papel protagonista en Al-Ándalus. Los desfiles militares, o los ejércitos trayendo esclavos cuando volvían de sus batallas en el norte, eran muestra de ello.
Las antiguas filiaciones tribales de árabes y sirios, formaban el ejército. Sin embargo, no tenían buena fama como jinetes. Poco a poco se fueron llenando sus filas, de un contingente más numeroso de mercenarios eslavos, bereberes e incluso cristianos, todos atraídos por una excelente paga y un trato profesional. Continuamente llegaban del norte de África, tribus enteras de bereberes, más belicosos, que combatían fanáticamente. Su lealtad no era para el califa, ni para el Estado. Era para Almanzor, ya que era este quien les pagaba.
Se abrió una brecha social en Córdoba, donde la población los despreciaba y les tenían miedo. Empezaba un periodo de superioridad militar, que mermaba y perjudicaba gravemente el auge cultural, al que Córdoba se había acostumbrado.
Por difícil que parezca, un letrado, que nada tenía que ver con la guerra ni la milicia, se convertirá en el general más temible, un héroe, que no tenía miedo a morir. Su ímpetu, y el desarrollo de su estrategia militar, le llevaron a emprender cincuenta y dos campañas contra los reinos cristianos, y volver victorioso de todas ellas. La leyenda se hizo alrededor de él. Llevaba un Corán que había sido escrito por él mismo, y cuentan que por la noche después de cada batalla, hacía sacudir sus vestiduras, cuidadosamente, para conservar el polvo del campo de batalla, y ser enterrado y cubierto por él cuando muriera.
El verdadero “reinado” de Almanzor durará veinte años. De las numerosísimas campañas que protagonizó, fue sin duda la más célebre, la que llevó a cabo contra Santiago de Compostela. Las armas islámicas penetraron hasta el interior de Galicia y todo el noroeste de la Península. Es en esta ocasión cuando Almanzor asesta un fuerte golpe a toda la Cristiandad.
Santiago era en aquel momento, como lo sigue siendo hoy en día, el mayor foco de peregrinación de la Edad Media, devoción de todos los cristianos europeos. De esa basílica que había sido convertida por Alfonso III el Magno, Almanzor no dejó piedra sobre piedra. Sin embargo hizo respetar el sepulcro del apóstol y al monje que quedó para guardarlo. La ciudad fue incendiada y saqueada. En una semana la ciudad emblemática de la cristiandad quedó completamente devastada. A su regreso, victorioso, llegaba a Córdoba, con cautivos, las campanas de la Iglesia de Santiago, y las hojas de las puertas de la ciudad. Las campanas se utilizaron como lámparas para la Mezquita, y las puertas como armaduras de los techos de las nuevas naves que el caudillo amplió, dejando el perímetro que aún hoy conserva el templo.
Continúa con… Muhammad II. Codicia de Califas, furia de bereberes.
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Texto: Mar Carmona Balboa