Amedina

Mediterráneo

MEDITERRÁNEO, UN MAR QUE HA UNIDO MAS DE LO QUE HA SEPARADO

Mi nacimiento se puede considerar una de las inundaciones más importantes de la historia de la
Tierra. Mi padre, el gran Océano Atlántico, se abrió paso por un precipicio formado por un gran
dique natural entre lo que hoy es Marruecos y el Peñón de Gibraltar, que lo tenía apartado de mi
primitiva cuenca, por aquel entonces, una extensión casi inerte de sal, arena y tierra sediente. África
empujaba y las presiones de la Corteza se hicieron insostenibles, las mareas altas debilitaron el
puente de tierra, sus aguas impetuosas se abrieron paso por el precipicio, cascadas enormes se
precipitaron, hace más de cinco millones de años. Aún hoy, el gran Atlántico me nutre de agua
suficiente para compensar la pérdida por evaporación, que es mayor a la que recibo de ríos y
lluvias, si el Estrecho se cerrara yo me secaría.
De tres mujeres me enamoré, quedando rodeado por ellas, Europa, la gran princesa fenicia, la lejana
Asia que vierte exóticos perfumes a mi espuma, y África, la más sabia. Tanta belleza tienen sus
costas, que he llegado a un pacto con la luna, yo no cuento sus secretos y ella no modifica mis
playas y orillas, siendo así mis mareas suaves.
Del amor por ellas nacieron preciosas islas, sirenas exuberantes, anillos de Corales o pendientes de
Posidonia engalanan presumidas, deleitando a quien las contemplan..
Y también de esas tres mujeres, llegaron a mí ríos, nacidos del vientre de sus montañas y como un
hijo corre hacia un padre, ellos me buscan, recorriendo kilómetros de tierra firme para llegar a su
ocaso con brazos abiertos formando extensos deltas.
Fue en sus riveras donde vi crecer a los hombres, y cuando eran niños y daban pasos inciertos, se
acostumbraron a que esos ríos les guiaran. En sus cauces encontraron una tierra fértil y abundante y
recorriéndolos llegaron hasta mi. Desafiantes se retaron y crecieron como pueblos, y dando
importancia a su origen se hicieron llamar civilizaciones hidráulicas, porque nacieron en el curso de
los grandes ríos que en mi vierten sus aguas.
Aprendieron a navegar antes de los que a prendieron a caminar, toscos en sus inicios, decididos en
su empeño, arrogantes en sus campañas.
Inquietante es mi relación con el hombre, la necia capacidad de transformar que tiene el Homo
Sapiens, ha hecho que les ayude o les castigue en igual medida, luego he sabido, que he sido
cómplice de los deseos de los dioses a los que ellos rezaban.
El Mar entre las tierras fue mi primer nombre, estar entre ellas, vivir de ellas y unirlas, fue y es algo
que hago con la misma frecuencia que mis olas les acerca la brisa.
En mi lado más oriental sucedió un cambio inesperado, la palabra quedó convertida en huella y los
hombres escribieron la historia. Sumerios, Acadios, babilónicos, asirios, hititas, me fueron
presentados, pueblos con nombre y apellido que desde Mesopotamia, vinieron a mi encuentro.
Buscaban un río, como siempre en la antigüedad, la sangre necesita venas, las primeras
civilizaciones necesitaban ríos. Fue el Nilo, enigmático destino, que naciendo en el sur corre para
morir hacia el norte, en un paisaje de contrastes de verde ribera que limita un dorado intenso de
arena, dominó el desierto. Hace cinco mil años, sus aguas quitaron la sed y dieron prosperidad con
sus fértiles crecidas, a Egipto. La tierra de los faraones que gobernaron a través de dinastías, se
extendió a lo largo de sus dos orillas, convirtiendo a Tebas en la capital del Nuevo imperio,
construyeron pirámides para albergar sus tumbas, rituales fúnebres, lujosos sarcófagos, barcos para
navegar, templos y palacios gritaron el esplendor que tantas veces sería copiado.
Quienes vinieron a su encuentro comerciaban con riqueza y opulencia, buscaban artículos de vidrio
y marfil, compraban oro, trigo o plumas de avestruz, ya en Asia, eran transportados por camellos
hacia el desierto de los nabateos, los señores de las dunas del levante, kilómetros de sinuosos
desfiladeros de arena se abren ante la belleza de Petra, no necesito grandes olas para que mi poder
llegue hasta Jordania, sólo necesito tribus nómadas que lo transporten.
Los hombres crearon una red de comercio e intercambio que modificó sus vidas, en mí encontraron
el soporte. Sus barcos se adaptaron para que yo los pudiera transportar, esas transacciones
repercutieron tanto en su crecimiento, que tuve el honor de apellidar la mayor de sus virtudes. Así la
unión de sabiduría y diversidad, se hizo llamar ¨cultura mediterránea”
A partir de aquí todo empezó o todo cambió, aún no se como definirlo, recuerdo palabras nuevas
que no había escuchado hasta ese momento. Colonizadores, se lo escuché a los Fenicios. La
mayoría partieron de Tiro, fueron los primeros en atravesar todo mi territorio. Desde la parte más
oriental hasta las columnas de Hércules, desde el Líbano hasta Gibraltar. Ávidos navegantes, sus
expediciones marítimas iniciaron en el periodo de la guerra de Troya , primera guerra de los
mundos. Con la piratería sirvieron de intermediarios entre los pueblos antiguos, abrieron las rutas de
navegación más importantes de aquellos tiempos. No constituyeron un estado homogéneo, fundaron
ciudades libres, que se unían por intereses comerciales y religiosos
Estas colonias se formaron a partir de las poblaciones indígenas del levante y la llegada de los
nuevos colonizadores, introduciendo técnicas que aportaban mayor productividad a través del uso
del Torno para la cerámica o el uso de la metalurgia del hierro. El uso de la escritura a través del
alfabeto o nuevas técnicas de cultivo, tuvieron grandes efectos en esas sociedades y culturas mixtas.
Gadir, fundada en una bahía donde cada domingo visito a mi padre, la ciudad más antigua de mi
amada Europa. Necrópolis y templos bordeaban el límite de la tierra donde a pocos kilómetros
empieza otra, y allí, en África, ardiente y desafiante, fundaron Cartago, la superpotencia marítima la
que habló de “Tú” a unos poderosos que llegarían luego…..
Egeo, era el noveno rey de Atenas, Teseo su hijo que combatiendo con el Minotauro y embriagado
por la victoria y el amor de Ariadna, olvidó cambiar las velas negras de su barco, yendo al
encuentro de su padre, y este interpretando la victoria un fracaso, al no verlas blancas, antes de tener
que escuchar una sola palabra sobre la muerte de su hijo, se lanzó al mar, vino a mi ya sin vida,
invadido por la pena. Tan terrible fue la escena, que ese pedazo de mis aguas entre Grecia y Turquía
lleva el nombre de aquel rey que tanto amaba a su hijo.
La Isla de Creta cobijó a la civilización minoica, el resto de islas del Egeo se contaminaron de la
cuna del saber, desde la Guerra de Troya hasta la batalla de Accio, desde Agamenón hasta
Alejandro Magno, mil doscientos años de expansión cultural. Los “Trirreme”, barcos más ligeros
que los fenicios, cargados del saber de la Magna Grecia colonizaron tierra firme e islas, fundando
Polis, bebieron de la fuente del conocimiento. Sócrates, Platon o Aristóteles enseñaron al mundo la
filosofía, Pericles nos habló de democracia, Fidias nos enseñó los cánones de la belleza y las
proporciones clásicas, Esparta nos enseñó a combatir. Homero y Pitágoras me enseñaron extrañas
matemáticas, dividiendo las lágrimas de Penélope al multiplicar las aventuras de Ulises.
Sus atletas daban treguas a las rencillas del Peloponeso, mientras se celebraban los juegos en
Olimpia. Ningún barco, ningún hombre se hacia a la mar, sin el permiso del Oráculo, Delfos,
cuantas veces tuve que escuchar su nombre. Serví de espejo al momento más elegante de la vida de
los hombres.
Etruria estaba celosa, nunca la entendí muy bien, venía a mí sólo por el interés, y cuando se
enfadaba se escondía entre el Tìber y el Arno, Ella fue la primera que me habló de los latinos,
celosa estaba porque le habían arrebatado a sus dioses. Su triada protectora, se había convertido en
una nueva Capitolina, y así, Juno, Júpiter y Minerva, definitivamente eran romanos. Estos
usurpadores no me tuvieron tan en cuenta en un principio, se afianzaron en tierra firme y
construyeron calzadas, por primera vez, el hombre aprendió a caminar, abriendo rutas y desafiando
a montañas, ríos o angostos valles, con su ingenio. Como no acudían a mi, y yo sentía curiosidad
por ellos, quise provocarlos, sólo tuve que gritar el nombre de Sicilia. Desde el puerto de Ostia en la
desembocadura del Tíber, remontó cuarenta kilómetros ese nombre, hasta el Palatino.
Sicilia, mi hija predilecta, yo no soy un mar al lado de ella, no, ella es la tierra que emerge de mi.
Deseada por todos. Cuando Roma llegó a Sicilia colonias griegas y cartaginesas se encontraban
repartidas en su territorio. La astuta Cartago, la súper potencia marítima, supo ver en seguida el
peligro que suponía su llegada. Fue por ese motivo que no hubo tiempo para negociaciones, y se
inició un periodo de guerras púnicas, que enfrentaron a los dos grandes titanes. O Roma o Cartago,.
Esa fue mi condición, sólo soy un mar interior, no tengo sitio para tantas ambiciones. Los hijos de
una Vestale perdieron batallas, pero nunca una guerra, porque también eran hijos del Dios Marte, el
dios de la guerra, a partir de ese momento algo quedó claro. Roma no pide las cosas por favor.
Cerca de la ardiente Cartago, Aníbal y Escipión, se preparaban para terminar una guerra que no
podía mantener la paz. La victoria de Roma hizo que Cartago desapareciera, cambiando mi nombre
me advirtieron, que yo sería el Foro de su imperio, un territorio que abarcaría desde las Islas
Británicas hasta la mitad de África y desde Lisboa hasta Mesopotamia, durante seis siglos, hablaban
la misma lengua, adoraban a los mismos dioses, tenían la misma moneda, se regían bajo las mismas
leyes. Todas sus provincias estaban unidas a su capital por un conjunto de calzadas que hoy son las
mismas carreteras de los hombres modernos. Cuarenta kilómetros me separan de Roma, para poder
verla de cerca me convertí en brisa, cada noche remontaba el Tíber para poder besarla, tocar sus
mármoles y entre sus colinas me quedaba dormido. He vivido para ella, vi obelisco egipcios
trasladados desde el Nilo al Tíber, barcos cargados de retales de todas sus provincias, el mundo
estaba de mudanza. Tanto fue poderosa que enfermó de grandeza y mientras ella más crecía, en su
vientre también crecía el germen de su autodestrucción, estaba condenada. Llegado el momento,
sus legiones no pudieron defender los límites del imperio y fueron traspasadas por pueblos de
hombres vestidos con pieles de animales. Los bárbaros, donde ellos se instalaron, también se
instaló la barbarie.
Antes del final, hubo un relevo. Existe un lugar donde Europa y Asia hacen las paces, la ciudad de
Constantinopla, que luego llamaron Estambul, hereda emperadores y mantiene la llama que como
un faro lejano da luz a ese periodo oscuro de Occidente, y si Roma languidece, Bizancio despega.

Continuará…

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Texto: Mar Carmona Balboa                         

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